Si la ciudad sigue el orden férreo (asfixiante) de un damero, la vida, los sueños, los poemas se cuelan por los intersticios, rompen las junturas, deforman su geometría. Así brotan frágiles tallos entre las baldosas y las patas de los perros -y sobreviven-, o un hombre sueña «sobre el estómago de la noche», en algún parque, más allá del mapa que trazan las calles con su encrucijada de horarios e indiferencia.
Hay un gozo inefable en demorarse inmóvil a hilar con palabras esta intemperie donde «la fruta imposible/ se hace cuerpo»; ser testigo. En la búsqueda, los desplazamientos. Pero no de huida, más bien de encuentro con lo poético como único espacio habitable. El iris se mueve con apenas un juego de luces y sombras por alimento y escribe con palabras que deberían hablar otro idioma, ser «hueso de rocío». Del «asfalto a la pampa», una «mujer secretamente hermosa se peina» y la intemperie se despliega en formas efímeras que fascinan. En palabras de Gerardo Curiá: «lo que no se cansa de nacer/ mancha de abismos/ la piel de la belleza».
Leticia Hernando